¿Cómo podría curarme un psicoanálisis? Pregunta hecha por una paciente en algún momento de las primeras sesiones y que me sorprende por la simplicidad aparente e inesperada con que parece deslizarla dentro de aquel encuentro preliminar. Intento ensayar una respuesta que no deja de tener un sabor improvisado: es una experiencia que tiene mucho de personal y que usted misma irá descubriendo…V., mi paciente, sigue asistiendo y pienso que su pregunta, de alguna forma, continúa presente en mí, asistiéndome, interrogándome sobre mi propia respuesta. Este texto nace de aquella inquietud.
Sin duda el análisis es una experiencia. Una que invita a dejarse sorprender, a experimentar en carne propia, aquellos breves momentos en que, en medio de nuestro relato, algo irrumpe sin previo aviso. Algo del orden de un saber con el que no contábamos. Algo que rompe la continuidad aparentemente coherente en la historia armada de nuestras vidas. Entonces, y si las condiciones son las adecuadas, algo cambia irremediablemente, algo ya no vuelve a ser lo mismo, algo cuyo impacto no se sabe de antemano, pero que dentro de su carácter inanticipable tiene un efecto desestabilizador que remece nuestro pasado, roza nuestro presente y transforma nuestro futuro.
Hasta ahí todo parece ir bien. Lacan en su primer seminario advertía que de lo que se trata en análisis es menos “de recordar que de reescribir la historia”, no solo de llenar lagunas, no solo de recuperar los textos editados por una censura antojadiza, sino que algo relacionado íntimamente con la producción de un sentido, pero con un énfasis en la producción más que en el contenido mismo de ese sentido, al menos eso me parece ¿Pero cuales son esas condiciones que permiten tal efecto? ¿Y como se relaciona éste último con la experiencia de una cura? Responder a estas preguntas permitiría quizás despojar al psicoanálisis de cierto halo místico que haría de él una especie de viaje metafísico orientado a revelar la verdad última de nuestra existencia. Aunque algo hay en él de revelación, pero en un sentido muy distinto.
Para Freud la escena analítica necesita un par de elementos que no pueden estar ausentes: invitar al paciente a decir todo lo que pase por su mente por más absurdo, desagradable o sin importancia que ello le parezca, en rigor la única regla que debe cumplir cuidadosamente, asociar libremente aunque se trate de un imposible. Por el otro lado, el del analista, a él se le exige la abstinencia, incluso sexual, de poner en juego su propia subjetividad con el fin de que sea la del analizante la que se despliegue. Lugar del muerto que previene de la caída en un diálogo imaginario, dual, sin salida. Si le agregamos a ello dos particulares coordenadas: sexualidad y muerte, es decir, las coordenadas dentro de las cuales se mueve el psicoanálisis, tenemos la escena dispuesta y preparada.
Entonces, en el mejor de los casos, el analizante/paciente comienza a hablar sin que se le pida algún contenido específico, no sólo por evitar guiar su relato, sino porque en rigor no importa demasiado el contenido pues como analista nuestra atención flotante esta dirigida a esos instantes donde el discurso de nuestro analizante trastabilla, donde se equivoca, donde olvida, donde parece tropezar. Es justo en ese momento donde para el psicoanálisis el sujeto aparece. La idea es marcar su entrada antes que vuelva desaparecer bajo el velo de un parloteo que da vueltas en el vacío.
Si nos mantenemos en la importancia de este discurso tenemos que el campo que inaugura Freud tiene relación con una palabra, para Lacan un significante, incluso una letra, que porta una verdad, la verdad del sujeto en oposición a una serie de palabras que crean una ilusión de continuidad.
Se podría decir, entonces, que el análisis es una experiencia, una que se da en el lenguaje, que de alguna forma es particular, pues está dirigida a revelar cierta verdad que es la del sujeto, y que de alguna forma su técnica se encuentra orientada a revelar un saber escindido de la conciencia, una que porta el inconsciente cuando es producido en la sesión analítica. Un saber que apunta al deseo y que se enmascara en los síntomas, los cuales provocan el enigmático sufrimiento que hace a una persona buscar una respuesta a su padecer.
En este punto, las condiciones en que se realiza un análisis ya pueden enlazarse con la cura. Freud hacía notar que la supresión de los síntomas no era el objetivo principal de un psicoanálisis sino algo así como un efecto terapéutico colateral del trabajo analítico. De forma que la posibilidad de curar quedaría subordinada al modo en que se aplica la técnica.
No hay duda de que un análisis cura, los hechos clínicos lo demuestran, los pacientes siguen requiriendo un análisis, pero ello se realiza a través de un acceso al saber inconsciente que permite, en lo que sería un acto de naturaleza creativa, una reescritura, que de alguna forma tendrá el efecto de aliviar el sufrimiento de una persona. De ahí que para Freud, a diferencia de lo que en algún momento se utilizó como eslogan, aquello de “hacer consciente lo inconsciente”, priorizara lo que hay de reconstrucción en aquel proceso.
En suma, una apuesta que va en la línea de fomentar la constante apertura a lo nuevo, a la asunción de responsabilidad por el propio deseo y mantener siempre la opción de renovar continuamente nuestras preguntas. Lo que salga de ello, lo que una y otra vez se construya, eso es lo que, como añadidura, realmente hace posible una cura.
Invierno 2007
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